lunes, 1 de diciembre de 2014

> Diamantes negros (I)




La historia
           
La Autovía A-23, también conocida como Autovía Mudéjar, que comunica Zaragoza y Valencia discurre, en las comarcas más meridionales de la provincia de Teruel, salvando barrancos y cortados mediante grandes viaductos que usan como apoyo lomas y cerros cuyas cumbres rondan los 1000 metros de altitud. Impasibles ante el discurrir del tráfico, esos suelos encierran (más bien, entierran) un gran secreto.

En ese entorno, a más de 900 metros de altitud, en el centro de un altiplano rodeado por montañas de hasta 1300 metros y con un clima áspero, frío, seco de baja pluviosidad y suelos alcalinos, se encuentra la villa de Sarrión y sus tierras circundantes, verdaderas protagonistas de esta historia.

El pueblo es como sus habitantes: discreto, sin alardes, poco o nada exuberante, apenas sin ruido, ni tráfico, ni gente. A pesar de que la mañana era fresca y soleada e invitaba al paseo, no nos cruzamos con ningún vecino. Solamente nos encontramos un par de todoterrenos conducidos por hombres de edad indefinida vestidos con ropa de monte y acompañados por sus perros. Pensamos que serían cazadores… y lo eran, pero sus piezas cobradas eran pequeñas y no corrían ni volaban. Alguno nos saludó con una elevación de sus cejas, más por compromiso que por voluntad. Otros ni siquiera eso. Tal vez desconfiaban de nosotros. ¿Qué secreto nos ocultaban?

Al entrar en Sarrión no pasa desapercibida la ausencia de industrias. Tampoco se observan granjas ni cultivos. No hay carteles indicativos de polígonos industriales ni de urbanizaciones de nueva construcción, omnipresentes en casi todos los pueblos de España. No hay ostentación ni signos externos de riqueza, pero algo en el ambiente te hace sospechar que aquí la gente se gana bien la vida. ¿Qué misterio habita en Sarrión?

Por las calles de Sarrión

Paseando por la calle Mayor en dirección a la plaza de la Iglesia, entramos en el único bar que encontramos para tomar un café. Los parroquianos nos miraron con una mezcla de indiferencia y recelo. El camarero nos atendió con educación, cortésmente pero sin dejar rendija alguna a la confianza. Profesionalidad y distanciamiento en el servicio. No hicimos preguntas, tampoco sabemos si habrían sido respondidas. Salimos del bar y nos dirigimos hacia las afueras del pueblo para encontrarnos con Manuel y Joaquín, dos hermanos que nos harían de anfitriones y guías en nuestra visita.

De repente, justo a la altura del número 10 de la calle Teruel, notamos un aroma, casi un perfume, algo sutil y suave, delicado, sedoso pero intenso. Era un olor serio, con carácter, como todo en el pueblo, aunque tenía mil y un matices, una cascada imparable de sensaciones olfativas que nos hicieron regresar a nuestra infancia, a la tierra húmeda del campo de nuestros abuelos, a los animales de su granja y a las gallinas de su corral. Era una percepción olorosa de marcada reminiscencia telúrica, ancestral, atávica. Era algo nuevo para nosotros, pero al mismo tiempo, a todos nos dio la sensación de que no era la primera vez que lo percibíamos. Aquel olor picaba, amargaba, salaba y endulzaba nuestras pituitarias, pero lo más curioso es… ¡que lo lograba hacer todo a la vez! ¿Sería ese olor una pista para descubrir el secreto?

Nos miramos unos a otros, interrogándonos con los ojos, preguntando al de al lado si tenía las mismas sensaciones, pero con preguntas inconexas, más exclamaciones que interrogantes. ¿Notáis eso? ¿A qué huele? ¿De donde viene? Buscamos a nuestro alrededor y encontramos un cartelito, discreto y sin estridencias, en el que figuraba la siguiente información:

               MANJARES DE LA TIERRA®: TRUFAS
                C/ Teruel 10, 44460-Sarrión (Teruel)

Acabábamos de descifrar el misterioso enigma de Sarrión.



La explicación

Desde hace siglos es conocido el Tuber melanosporum o trufa negra. Existen indicios de su empleo culinario en épocas tan lejanas como el Antiguo Egipto y el Imperio Romano donde además se le otorgaron poderes afrodisíacos. En la Edad Media cayó en desgracia porque se le relacionó con prácticas de magia negra y brujería, pero desde el Renacimiento y sobre todo a partir del siglo XVII su interés ha ido creciendo hasta ser considerada hoy en día como el ingrediente y/o condimento más exclusivo y selecto de la cocina internacional. Su elevado precio y su relativa escasez le han hecho merecedora del calificativo “diamante negro”.

De forma natural, los hongos del género Tuber podría decirse que “infectan” las raíces de ciertos árboles de hoja caduca (encinas, robles, coscojos) aunque en realidad se trata de una simbiosis, una especie de “matrimonio de conveniencia” que favorece a ambos. El hongo produce unas nodulaciones, unos tubérculos subterráneos (trufas) cargados de esporas que son su mecanismo de reproducción. El olor que desprenden las trufas es irresistible para algunos animales como el jabalí, el cerdo o el perro y su sabor también, por eso tradicionalmente se han venido empleando ejemplares caninos o porcinos para la búsqueda de trufas.

Recolección de trufas con perros

Hasta hace un siglo aproximadamente, la recolección (o “caza” como también se llama) de trufas se circunscribía al monte, no había producción controlada como tal. El cazador salía con su perro (o su cerdo), su zurrón y su cuchillo dispuesto a cavar donde su animal le indicara. En ocasiones la jornada no tenía recompensa, pero cuando se obtenía fruto la recompensa era elevada, muy elevada. Al parecer fue en Francia (país con una riqueza extensísima en la gastronomía) donde primero se intentó la producción controlada de trufas, y de Francia vino la tecnología trufera hasta Sarrión, donde hace 15 años se creó el primer vivero de plantas micorrizadas, es decir, infectadas sus raíces por hongos del género Tuber. Los impulsores de aquella idea suponemos que fueron calificados de locos e irresponsables por mucha gente, amenazados por malos augurios para ellos y sus familias. Pero la realidad es que hoy en día, todo el que tiene un trozo de tierra en Sarrión, lo tiene plantado de encinas micorrizadas y recoge o espera recoger suficientes trufas como para vivir de ello. Prácticamente no hay empresa en el pueblo ajena al mundo de la trufa: viveros, productores-recolectores, varias empresas manipuladoras y transformadoras, hostelería, etc.


Plantación de encinas micorrizadas

Trufas negras recién recolectadas


La más apreciada en la “trufa negra de invierno” o Tuber melanosporum, aunque también se produce T. aestivum y T. uncinatum (“trufa negra de verano”) de caracteres organolépticos menos interesantes. La trufa negra producida principalmente en España y Francia compite directamente con la “trufa blanca” italiana (T. magnatum, T. album) de aspecto muy diferente e igualmente deliciosa, aunque su precio en ocasiones cuadriplica el de la trufa negra, no tanto por su calidad como por su escasa producción. Es posible también encontrar sobre todo en conserva trufas negras del tipo T. indicum y T. mesentericum, mucho más económicas pero sin la calidad de las anteriores.

La trufa se comercializa en fresco, congelada, entera, en trozos y en láminas. Con ella se elaboran aceites, vinagres, quesos, patés y embutidos. Se conserva en su jugo o en brandy, y desde Sarrión se distribuye por todo el mundo. El precio varía casi cada día y viene determinado por la oferta y la demanda. Suele oscilar entre 500 y 1000 euros el kilo de trufa negra fresca y limpia, el cual se determina en una especie de lonja virtual que se da cita en un hostal en la vecina localidad de Albentosa, algo hermético y casi oculto que no nos fue mostrado ni comentado en nuestra visita. Al parecer, la prudencia y el sigilo son virtudes muy importantes en el cultivo y posterior comercialización de la trufa.


Productos elaborados con T. melanosporum

La comida la realizamos en un restaurante de Sarrión, con un menú en el que la trufa negra autóctona estuvo presente en todos los platos. Como entrante probamos láminas de T. melanosporum confitadas en aceite de oliva virgen extra. El primer plato fue una crema de champiñones con ralladura de trufa y el segundo chuleta de ternera en salsa de trufas. El vino que se sirvió fue un Crianza de El Coto 2007 que se comportó como siempre: todo un clásico de Rioja que pocas veces defrauda. Como ya he dicho en alguna otra ocasión es uno de nuestros "vinos-comodín", muy homogéneo en todas sus añadas y con un precio siempre invariable, bien ensamblado aunque sin ser sorprendente, no enamora pero fideliza. A alguien puede sorprender el año del vino, pero todo tiene una explicación. La visita a Sarrión se realizó en Febrero de 2011, de modo que en aquella fecha el Crianza 2007 de El Coto estaba en plenitud. Si la visita hubiera sido en la actualidad, un crianza del 2007 se encontraría en retroceso más que evidente.

En breve, la segunda parte del relato.





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