No es Zaragoza una buena plaza para los vinos del sur. Resulta muy extraño ver al parroquiano medio pedir un fino o un oloroso en las nutridas barras de los numerosísimos bares del casco antiguo de la capital del Ebro. En la práctica, la demanda de ese tipo de vinos no existe. De hecho las probabilidades de que al pedir una manzanilla nos sirvan una infusión son aproximadamente del 99%. En alguna taberna es posible encontrar una botella sucia, llena de polvo, invariablemente mal conservada, expuesta a la luz y con escasas posibilidades de estar en condiciones para ser dignamente degustada. No hay una oferta adecuada a nivel profesional, porque como hemos dicho tampoco existe la demanda por parte del consumidor. Es la pescadilla que se muerde la cola, las dos caras de una misma y triste moneda.
Aquellos entrañables despachos de vinos se vieron abocados a transformarse como única alternativa a su desaparición, de manera que la mayoría redirigieron su actividad hacia la hostelería, intentando en muchas ocasiones conservar la clientela con la mínima reforma e inversión económica. Completaron su oferta con otros tipos de bebidas e introdujeron productos para el tapeo o el aperitivo, y muchos de ellos aún siguen abiertos con éxito, a pesar de los traspasos y de los cambios de propietario, particularmente en el casco antiguo, donde la estrechez de las calles y el ambiente distendido invitan a buscar en cada barra el pincho más adecuado para cada copa de vino. En los últimos años la oferta de vino se ha multiplicado exponencialmente, animados los hosteleros por una creciente demanda del consumidor, cada vez más formado e inconformista en cuanto a variedades de uva, técnicas de elaboración y zonas geográficas. Los vinos tranquilos de procedencia aragonesa siguen siendo mayoritarios, así como los clásicos crianzas de Rioja y los omnipresentes verdejos de Rueda, aunque sin dejar apenas espacio para alguna cosa diferente y novedosa.
En medio de ese entorno tan hostil, un pequeño establecimiento se empecina desde hace tiempo en hacerse un hueco en la hostelería del Tubo zaragozano. Su nombre supone toda una declaración de intenciones y no parece sencillo el camino elegido por el propietario de La Venencia, obstinado en ofertar exclusivamente vinos de Jerez y Montilla-Moriles, acompañados por una carta también de raciones típicamente andaluzas. El local tiene la decoración de los bares de antes: madera, techos altos y un museo de viejas glorias embotelladas recubriendo las paredes. Algunos taburetes y ni rastro de mesas, porque el lugar es de paso y peregrinación, no tanto de estancia, ideal para tomar un fino y compartir una ración de gambas o de mojama, todo traído directamente desde su lugar de procedencia. Los vinos son adquiridos directamente a sus elaboradores, en formatos grandes y sin intermediario alguno, de modo que en la barra se sirven en botellas sin etiquetar, por supuesto en catavinos y a una temperatura inmejorable.
No es aconsejable adentrarse en La Venencia con ideas preconcebidas ni adelantarse con juicios de valor. Lo mejor es dejarse aconsejar en cuanto al vino y a su acompañamiento. Unas mínimas indicaciones previas si preferimos un vino seco o dulce son más que suficientes para obtener lo que buscamos. En nuestro caso, espoleados por el afán de conocer cosas novedosas, empezamos probando la manzanilla de Sanlúcar, fresca y deliciosa, con esos aromas a almendras, levadura y camomila, menos alcohólica que el fino de Jerez aunque igualmente atractiva en nariz. El elegante amontillado (nueces, mueble antiguo, cáscara de naranja) dio paso a un agradable y denso oloroso (higos, ciruelas pasas, miel de palma) que resultó más dulce de lo esperado, tal vez con demasiada presencia de la Pedro Ximénez. Nos defraudó un poco el palo cortado -porque no era tal- sino una especie de cream autodidacta, de nuevo demasiado dulce en un guiño hacia el público neófito, tal vez poco dispuesto a enfrentarse a un vino seco y serio como debe ser un palo cortado al uso. En cuanto al maridaje, un plato de lomo ibérico untuoso como ninguno, huevas en salazón y un escabeche de boquerones rebozados fueron los acompañantes ideales para disfrutar aún más de estos vinos traídos desde el sur.
Volveremos...
Rittornaremos¡¡¡¡
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