martes, 18 de enero de 2022

> Caprichitos madrileños



A pesar de la brevedad del trayecto, es inevitable que al viajero que desciende del AVE en la Estación de Atocha, le acompañe cierto aturdimiento. Para los que somos de provincias -como se decía antes- poner los pies en la capital de España requiere de al menos unos minutos de adaptación. De repente todo es demasiado rápido a nuestro alrededor. Si se dispone de tiempo suficiente y el día acompaña, es recomendable salir caminando de Atocha y disfrutar de la grandeza de construcciones como la propia estación, el Ministerio de Agricultura o el Museo Reina Sofía. Y probablemente la mejor manera de adaptarse sea seguir aquella máxima "donde fueres, haz lo que vieres..."


El letrero del Hotel Mediodía es claramente visible para el visitante desde la misma puerta de Atocha y sirve de referencia como un faro en medio del temporal, porque nuestro primer destino del día está situado en los bajos de dicho hotel. No es un museo pero también alberga obras de arte ciertamente efímero. Tampoco es una iglesia aunque se le considera un templo. El Brillante disfruta de una localización privilegiada en plena Plaza del Emperador Carlos V y debe su merecida fama a su mítico bocadillo de calamares. La terraza es grande y a primera hora de la mañana es más habitual ver en las mesas los típicos vasos de café con leche y los churros que el bocadillo en cuestión. Es curioso lo de los vasos, porque en pocos lugares salvo en Madrid el café con leche se sirve en el mismo vaso de vidrio que se emplea para las cañas, en ocasiones incluso llevan la publicidad de la marca de cerveza, si no se ha borrado tras miles de entradas y salidas en el lavavajillas, con ese aspecto opalescente con tendencia al blanco que le da rango y tronío a ese recipiente tan humilde. Pero volvamos a El Brillante. El interior del local es grande, más bien frio, con el mostrador de acero inoxidable y paredes de mármol con espejos. Numerosas mesas funcionales, repisas adosadas con taburetes y una luz blanca nívea cruel como una cuñada. Al contrario que en la terraza, en el interior sí son más habituales los bocadillos a cualquier hora del día. Al parecer es cuestión de decoro. Y no solo de calamares, la carta es amplia y generosa. Decidimos dejar para otra ocasión el de tortilla de patata con callos -quizás una apuesta arriesgada- y optamos por el bocadillo de calamares clásico. Bien asesorados por nuestro camarero, compartimos uno grande en lugar de dos pequeños -más barato y menos pan, nos dijo con acierto- por supuesto en la terraza, porque un día es un día y la vergüenza no va con nosotros. Pan crujiente, enharinado perfecto y con el equilibrio exacto de tostado en los calamares, impecables de sabor y textura. Porque ahí radica la clave del éxito de El Brillante, en el tiempo y la temperatura de la fritura, imprescindibles para no convertir un manjar -sencillo y honrado- en una masa aceitosa incomestible. Evidentemente para poder valorarlo mejor, lo tomamos sin salsa alguna y acompañado tan solo por una caña de cerveza bien suave, en efecto, en vaso de vidrio. Inmejorable.


Un breve paseo mientras disfrutábamos de la soleada mañana de finales del mes de Noviembre nos llevó hasta el corazón del Barrio de Las Letras, un reducto de tradición a escasos metros de las prisas y el tráfico del Paseo del Prado. Sus calles son estrechas,  ligeramente en cuesta, llenas de comercios -algunos con décadas a sus espaldas- restaurantes, terrazas y vecinos que se saludan con una barra de pan bajo el brazo. Hasta el momento, el barrio más literario de Madrid sigue resistiéndose a la entrada de las franquicias y aún es posible encontrar librerías, floristerías, confiterías y negocios de toda la vida. Algo similar sucede con las tabernas tradicionales con sus altos mostradores de madera, sus camareros impecablemente vestidos y sus azulejos de cerámica en fachadas y paredes. Bien es verdad que a lo mejor quien ha cambiado es el público, más dado a lucirse y a dejarse ver, de manera que da la sensación que el envoltorio prima sobre el contenido. Aquella hostelería tradicional, de puertas hacia adentro, que ofrecía platos de casquería para que los parroquianos disfrutaran y compartieran, tristemente ha desaparecido. Se ha ganado en la oferta general de vinos -los tintos indignos de orígenes innombrables ya son historia- aunque por copas se sigue sometido a la dictadura de las tres erres -Rueda, Rioja y Ribera- con alguna honrosa excepción de algún vino de Madrid, aunque por desconocimiento pedirlo sea poco menos que una cuestión de fe.


No obstante, donde la tradición sigue más firme es en la defensa de uno de sus platos más venerables, porque si con algo se pone serio un madrileño es ante un buen cocido. Lo que en tiempos fue comida familiar y de vecindario, guiso de clase media sin muchas aspiraciones, se ha convertido en la actualidad en una de las últimas trincheras frente a la cocina-fusión. Los tres vuelcos históricos del cocido madrileño -sopa, verduras y carnes- suponen la sublimación de lo simple, el arte de lo sencillo, la maestría de dar de comer. Platos llenos, mesas abarrotadas y comensales bien satisfechos. Y para su completo disfrute, no es necesaria la presencia del chef en cada mesa dando prolija explicación de sus elaboraciones ni tampoco sesudas indicaciones acerca de cómo debe tomarse la gallina o los garbanzos. Algunos restaurantes continúan fieles a la costumbre de servir cocido un solo día por semana, ofreciendo otro tipo de menú el resto de los días. Otros en cambio, han optado por ofrecer cocido todos los días del año, y a la vista de la afluencia de público, parecen haber acertado en su decisión. Tal es el caso de La Taberna de la Daniela con cuatro locales distribuidos por la ciudad. Reservamos el día anterior -menos mal que lo hicimos- y tras una breve espera ocupamos una pequeña mesa en un abarrotado restaurante donde todos y cada uno de los presentes pertenecíamos a la real orden de adoradores del cocido. Un plato de guindillas en vinagre y una cesta de pan casero nos dieron la bienvenida casi al mismo tiempo que el jefe de sala -uniformado, con barba, gafas metálicas, cordial, educado, con experiencia y muy profesional- nos preguntaba qué vino nos apetecía probar. Ordenamos un Viña Cubillo de Bodegas López de Heredia (Haro, DOc. Rioja), uno de esos vinos que bien conservados son sencillamente eternos. Esa botella en concreto, aún siendo una añada 2009, estaba en prefecto estado de revista. Sabroso, complejo y maduro, todavía con frescura y sin haber perdido una brizna de elegancia, más bien al contrario. Una gran elección. En cuestión de minutos llegó la sopa, por supuesto en sopera de loza, abundante y bien desgrasada, con fideo fino y el sabor de las horas de cocción de todos los ingredientes. Y un poco más tarde y casi al unísono, la fuente de verduras -garbanzos, patata, zanahoria, repollo- y la de carnes -morcilla, tocino, chorizo, gallina y hueso de ternera. No diremos que sobrara, ni tampoco que hubo que discutir por los últimos garbanzos, más bien diríamos que la cantidad fue perfecta y la calidad superior. Algún valiente incluso tomó postre. Los más cobardes, sólo café.

Con la plena satisfacción de haber rendido sincero y merecido homenaje a dos instituciones gastronómicas de Madrid, nos dirigimos a lo que nos había traído hasta la capital, el IX Salón Peñín de las Estrellas.

Todos los detalles, en el próximo artículo.



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